Recién cuando volvió de la maquina de sacar café se dio cuenta de que no había nadie en la redacción. Era temprano y solamente se escuchaba el segundero del reloj que, como había dicho el jefe, “siempre está 5 minutos adelantados”. Pensó por un segundo en ir a arreglar el desajuste pero había que subirse a una silla y, la verdad, tampoco era para tanto.
Apoyó el vaso al lado del teclado justo cuando le estaba empezando a quemando los dedos. Antes de sentarse prendió la computadora y fue a buscar uno de los diarios del día. Empezó por la deportiva, como hacía cuando era un chico y su atención se concentraba en un solo equipo de fútbol. Se acordó entonces de su casa y, sobre todo, de su cama. Miró el reloj que todavía corría con paciencia, seguía siendo temprano y el margen de tiempo era grande.
Tomó un poco de café y repasó algunas noticias. “Una terrible boludez”, pensó cuando terminó de leer la editorial de ese día. Siguió pasando las hojas hasta que llegó a una en la que se leían los resultados de las carreras de caballo. Siempre se sorprendía por la cantidad de espacio que tenían esos números que para él no significaban absolutamente nada. Supuso que el negocio de los burros debía mover mucha plata y que por eso debería probar suerte ahí.
La computadora ya estaba prendida hacía rato y él seguía revisando papeles casi sin mirarla. Buscó la libreta en la que había anotado el día anterior mientras hablaba por teléfono con una persona importante. “No vayas a poner mi nombre”, le había dicho, cuatro veces. Las contó para no olvidarse.
Terminó el café de un sorbo. Estaba frío y eso le hizo recordar el paso del tiempo. Volvió a mirar el reloj y se puso a trabajar. Un rato antes había llegado el jefe. “Que enano pelotudo”, se dijo sonriendo.
Puso algo de música aprovechando que estaba solo y empezó a copiar algunas de las notas. Buscó el teléfono que estaba abajo del diario y empezó a marcar. Lo atendieron y, luego de la ceremonia de presentación le dijeron que llame a otro número. Le dieron un nombre y todo. Cortó y volvió a escribir. Subió la música, guardó el archivo y salió a limpiar el mate y a buscar agua. En la puerta se cruzó con Abel, el de las computadoras. “Haber si pasas a limpiar esa cosa”, le dijo mientras lo saludaba. Era un chiste, claro, pero también era cierto que esa cosa estaba andando para la mierda.
Cuando entró a la redacción vio que Nico estaba sentado leyendo el diario. “¿Y, devaluamos o no devaluamos?”. Nico era economista, algo casi tan lejano para él como la música clásica o el movimiento vanguardista de los años 20.
Compartieron unos mates y cada uno se metió en lo suyo. Mientras Nico leía la cablera, él se puso a discar en ese teléfono que nunca le resolvía nada. Diez llamadas, contó, sin mayor respuesta que disculpe, debería llamar a tal número. Cayó en la cuenta que sin, por lo menos, una segunda voz su nota se caía. Cambió la música y tomó un mate.
La redacción estaba casi llena. Solo faltaba Diego. “Este jujeño no puede ser más hijo de puta”, le dijo a Nico que le dio la razón y le pidió un mate.
Estaba con la mitad de la nota y la imposibilidad de citar la fuente. “Esto no va acanzar”. En eso vinieron sus compañeros de sección a ver como iba su trabajo. Todos tenían resuelta su nota y no quería ser él quien retrase todo. Justo él que siempre se jactaba de poder trabajar mejor bajo presión que sin ella.
Le pegó una mirada al reloj por decimoquinta vez y le pareció que ahora sí se tenía que poner a laburar. Otra vez el teléfono, cuatro, cinco, seis llamados. Nada.
“¿Y si cito la fuente?”. Sabía que lo que estaba por hacer estaba mal pero no tenía demasiadas salidas. El jefe había empezado a dar vueltas y sus compañeros ya casi habían terminado. La posibilidad de no entregar nada no existía. No podía dejar a pata a sus compañeros.
“Las cito y después vemos”, se dijo y escribió la nota casi de un tirón. La terminó con todos sus compañeros en la espalda apurándolo. No se enojó porque en ninguno de ellos había mala intención. Entregaron con un poco de demora pero entregaron al fin.
Sabía que se había mandado una cagada. Cuatro veces su entrevistado le pidió reserva y a él, que le había dicho que no se preocupara, no le importó. Se quedó pensando en ello un rato. Un poco de presión y chau a cualquier promesa de confidencialidad.
“No te preocupes, si sabes que esto no se publica”, le dijo Caro. Tenía razón pero igual se quedó con la idea en la cabeza.
“Ya fue, vamos a tomar una cerveza”, le dijo Nico. Y eso fue casi lo último que recordó Salvador de aquel día en el que terminó con una borrachera desproporcionada.