Había salido de la oficina hacía un rato y después de caminar sin mucho sentido se sentó en un café que le pareció desconocido. En el lugar había unas pocas mesas y eligió, como de costumbre, una contra la pared alejada de la ventana. De camino a la mesa agarró el diario y repasó los títulos mientras se acomodaba en la silla. “Nada nuevo” pensó al principio, hasta que vio una nota que le llamó la atención. El diario necesitaba cubrir una conflicto armado (es decir, una guerra) del otro lado del mapa y para ello solicitaba que se presentasen aspirantes para la misión. Cronistas y fotógrafos detallaba el texto. Antes de seguir con sus pensamientos, hizo un alto y pidio un cortado. “No, nada más” le dijo al mozo cuando éste le ofreció medialunas o algo para engañar el estómago.
De un segundo a otro volvió sobre lo que había leído y recordó que, hacía mucho, él había querido ser periodista de gruerra. Cronista de Guerra, si, ese era el título que el mismo se daba cuando todavía era joven y sus sueños eran más ambiciosos que ahora. Hasta una carta mandó en su momento. Si, veintipico tenía cuando deseaba eso, un casco, una lapicera y un grabador. Quizás una cámara, pero no era necesaria porque, para él, las palabras siempre fueron mejores.
El café, el agua y el cenicero. Todo junto le llevó el mozo, y otra vez lo sacó de sus pensamientos.
Cuando retomó, las dos ideas hicieron contacto por primera vez. “¿Si me presento? ¿Si largo todo y me voy? No tengo a nadie que me extrañe ni que me necesite, mi trabajo es una porquería que puede hacer cualquiera. Pero si, yo me voy, si esto es lo que yo quería hacer. Lo quise hacer siempre, desde que era un pibe y leía novelas de guerra. Sí, sí, se acabó”.
Y así pasó un largo rato sin darse cuenta de la hora. Sólo salía de su abstracción para releer la nota y ver si le daban los plazos. “Ponele que me tome una semana para dejar el trabajo y quizás dos para arreglar con la inmobiliaria”. Hacía cuenta con los dedos y todo le cerraba. Incluso pensó en sus horros, estaba medio flojo de plata, pero nada que no se pudiera solucionar.
El mozo, por tercera vez se acercó a la mesa. Le estaba por cobrar pero al ver la cara de entusiasmo no pudo aguantar preguntarle que le pasaba. Él, sin reparos, le contó al desconocido todos sus planes. Dejar todo, e irse a la guerra.
- Sí, claro- Le respondió el mozo con un dejo de ironía.
Esta respuesta, nunca supo porque, fue como un cachetazo que lo despertó y volvió a pensar en ella. Sí, ella, casi la había olvidado. “La tengo que esperar”, se dijo. Ella era una ilusión, por supuesto. Era una mujer comprometida que un día, por pura maldad, le dijo “vos esperame, que va llegar un tiempo en el que estemos juntos”.
“No puedo ir. Que tonto fui, como pude pensar todas esas pavadas y olvidarme de ella. Además tengo trabajo en la oficina y no puedo dejarlo”. Y así, mirando el piso salió por la puerta de vuelta a la calle.